He escrito
en alguna ocasión, y algunos se han llevado las manos a la cabeza por ello, que
mi máxima aspiración vital es coleccionar paisajes marinos. Como la
memoria tiene casi tantos límites como las tarjetas que uso para mi cámara
digital, me hago acompañar por un cuaderno, que no es de campo sino de playa,
para plasmar las tonalidades cromáticas que cabalgan en estas olas mágicas.
Hoy mis piernas me han traído a las orillas
de Estepona; bella localidad situada en el extremo occidental de la región
malagueña. Una de mis playas favoritas es la de Bahía Dorada. Un enclave
ideal para los amantes de la cromatología porque las aguas aquí pasan, y sin
advertencia alguna, del azul suave al verde y del verde al azul más índigo. En
estas aguas, hay muchas clases de olas, pero hay unas ondulaciones
intercambiables, los deportes acuáticos que, según la época, van del
submarinismo a las ruidosas motos que van dando saltos cuan si fueran delfines.
Por eso siempre llego a esta playa a primera hora, y es que las compañías
molestas me impiden la concentración a la hora de entablar una conversación
desigual con ese superior que es el mar. En realidad, más que un diálogo es un
monólogo en el que el Mediterráneo habla y un servidor escucha. Y tanto
me concentro en sus palabras que, sin saber muy bien cómo, he arribado a la
playa contigua; la de Arroyo Vaquero que, a su vez, está unida a la Playa de
Costa Natura y a Playa de Guadalobón. Es una playa tranquila de arena
dorada y fina cuyo encanto se agiganta por la presencia de la torre vigía que
luce altanera. Piedras que conservan la tenacidad de unas gentes en la lucha
contra sus enemigos. Y hablando de enemigos, la Playa de Arroyo Vaquero ha sido
galardonada, como muchas otras de la Costa del Sol, con la bandera azul. Prueba
de que los de la bandera verde y blanca no han podido ensuciarla este año con
sus tejemanejes administrativos.
La Playa
del Cristo conforma una cala de pequeñas dimensiones de un azul dulcísimo. Setecientos metros bañados por
aguas limpias y protegidos por un espigón y por las extensas arboledas. En esta calita los niños de la localidad
encuentran estupendas zonas de juego mientras sus padres se turnan en la
vigilancia. Ellos alternando la lectura del periódico, también conocido como el
mentiroso, con el seguimiento ocular de los movimientos de los pequeños. Ellas,
cuan pulpos, con tres patas para untar las manos o con cuatro ojos para el
control de los infantes. El resto de las patas las usan para preparar
bocadillos, recoger las palas con las que los pequeños construyen castillos en
la arena y para miles de otras cosas. Y con tanta pata realizando cosas, al
final es obvio que terminen metiéndola. Los días de playa en pareja y con
hijos pueden ser la antesala del divorcio.
Quiero pasar
de puntillas por la Playa de la Rada porque en ella se concentra gran
cantidad de bañistas lo que provoca, además de algunos sustos para los
socorristas que tienen que arriesgar su vida para que la cosa no pase a
mayores, que muchos nos alejemos rápidamente de ella. Hoy, en cambio, me quedo
absorto oyendo la discusión entre un bañista de campo y un socorrista- la
playa cuenta con el mayor dispositivo de seguridad de toda la parte occidental
de Málaga- y es que el primero le afea que el otro día estuvo a punto de
ahogarse y que el mozo, a pesar de que está obligado a tirarse al mar a
salvarlo, se quedó en la orilla sin hacer nada. El muchacho esbozó una sonrisa
sardónica antes de contestar:” cuando hay bandera roja, un socorrista no está
obligado a arriesgar el pellejo porque la bandera, además de indicar peligro
extremo, es un recordatorio que aquel que se lance al mar será responsable de
su suerte. El socorrista, por tanto, sólo intentará salvarlo si lo estima
oportuno”. El anuncio del socorrista deja sin palabras al hombre de interior
hasta que, tal vez poseído por una fuerza demoníaca, comienza a echar espumas
por la boca; grita, vocifera y hace grandes movimientos con las manos
advirtiendo que no volverá nunca a veranear en la localidad. Dice que el servicio de seguridad en la
piscina de su pueblo es mucho mejor. El joven, paciente y educado, aguanta el
chaparrón para espetarle a la cara que él se casa la semana que viene, y que no
iba a poner su vida en peligro porque un papafritas del interior decidiese,
a pesar de todas las advertencias, bañarse en un Mediterráneo enfadado. Barrunto que el cateto, que ha sido capaz de
comparar el servicio de vigilancia de una piscina con el de una playa, además
de no bajarse del burro, seguirá anclado a la perplejidad del asno y volverá a
Estepona el año que viene.
Mi paseo
esteponero de hoy termina en Punta Plana. Una playa de dos kilómetros con agua clara, suave oleaje y
cielos, al menos hoy, de nubes blancas errabundas. Aquí contemplo un hecho tan
extraordinario como una playa de Fuengirola sin la presencia de cordobeses; es
un grupo de simpáticos gorriones fornicantes. Un pajarito que ha ido
desapareciendo de nuestro país por la estupidez manifiesta de aquellos que
importaron aves de otras latitudes que han ido colonizando los otrora
territorios querenciosos de nuestros graciosos pajarillos que ahora revolotean
por la playa para colocarse, y literalmente, a dos escasos pasos de mi toalla.
Uno de ellos saca pecho ante una hembra de menor tamaño a la que, en caso de
preñar, dejará en busca de otra conquista femenina que echarse al coleto. Y es
que el gorrión es, si aplicamos la definición más radical del feminismo actual,
un sinvergüenza de calado producido, y en masa, por el pérfido
heteropatriarcado. Un criminal en potencia que se desentiende de criar a la
prole dejando sola a la hembra en tan difícil tarea, aunque yo creo que todas las acusaciones contra mis amigos son una burda patraña inventada por envidiosos. En cualquier caso, yo soy el
primer defensor de este vivaracho pájaro cantor de plumaje con manchas negras y
grises. Unos quince centímetros de
poderío que ha ido cediendo, como les decía en líneas precedentes, por la
presencia de esos loros argentinos tan ruidosos que no los dejan vivir
tranquilos. Me pregunto por qué me gustan tanto los gorriones, pero no hallo
respuesta en mi cabeza. Sólo sé que estas tierras sin gorriones, es como un
domingo en la playa sin domingas: una auténtica tragedia.
Sergio Calle
Llorens
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