La luz de la luna cae sobre mi atalaya mediterránea con tanta
fuerza que la sombra de los árboles parece labrada a cuchillo. Las casitas
blancas encaramadas en la parte alta de El
Cantal adquieren una estampa fantasmal. Arriba, en el cielo, las estrellas
parecen parpadear con cierta timidez, como si quisiera pasar inadvertidas a las
fuerzas gubernamentales. En estas parece mi mente recuerda un mundo que ya no
existe. Al menos los que vivimos la libertad de los ochenta, llegamos a conocerlo.
En aquella época podíamos cantar “La mataré” de Loquillo y los Trogloditas o “las tetas de mi novia” de
Siniestro Total y nadie te ponía una querella, o se hacía el ofendido. Eran
los tiempos en los que el dictador tomaba forma de cuerpo borroso y Santiago
Carillo, el responsable de Paracuellos,
se convertía en pieza clave en la Transición. Nadie discutía de
política con el cuchillo entre los dientes como sucede ahora.
Queríamos, que no es poco, vivir y dejar vivir. Años de
dulce trascurrir a pesar de los asesinatos de ETA y de la corrupción generalizada que trajo el invento
autonómico. Y de tal guisa vivimos hasta que llegó Zapatero y mandó parar con su ley de memoria histérica. Desde
entonces hemos ido para atrás como los cangrejos. Ahora todo está prohibido y,
lo que no lo está, está a punto de serlo por orden de la
coalición liberticida que sufre España en la actualidad.
Me temo que
nunca volveremos a ser libres. Sospecho que el polvo que alfombra los
caminos de los camposantos se difumina ante la intensa luz de mi pregunta:
¿Cómo es posible que haya compatriotas que no vean que nos han robado la
democracia con la misma facilidad que la secta del capullo se gastaba el
dinero de los parados en putas?
No es verdad que la fatalidad llegue ciega a nuestras
vidas, no. La fatalidad entra por la
puerta que nosotros hemos abierto, invitándola a pasar. No existe ningún
ser humano lo bastante fuerte e inteligente para evitar mediante palabras o
acciones el destino fatal que le deparan las leyes inevitables de su propia
naturaleza y carácter. Y ha sido una fatalidad que la mayoría no nos haya
apoyado en nuestra lucha por la libertad de expresión.
Ahora la democracia española está en llamas, y
el humo resultante no deja ver que fueron mayoría los que miraron para otro
lado cuando derribaron los pilares del edificio democrático: la libertad de
crítica y de palabra de la que emergen el resto de derechos. Fue una
fatalidad elegir a Sánchez. Fue
una desdicha permitir que los socialistas se cargaran la separación de poderes.
Fue un infortunio permitir que las cargas públicas salidas de la Andalucía
socialista- la más corrupta según la Unión Europea- fuesen nombradas ministras.
Tengo la convicción de que fuimos libres una vez pero ese
mundo se apagó como las velas que tengo en la ventana recibiendo la brisa
marina.
¡Que Dios nos proteja!
Sergio Calle Llorens