Me pregunta un lector la causa por la que ya no escribo
sobre la República bananera de Andalucía
y, aunque no le debo nada, quiero compartir esto con él y con todos
ustedes.
Verán, un día yo
pensé que podría ser como Bernardo de Gálvez
forzando la bahía de Pensacola. Ya
saben; al grito de “Yo solo” y la
Armada me seguiría. Sin embargo, en mi caso todos miraban para otro lado mientras
me machacaban a cañonazos. Mi petulante desvarío por cambiar las cosas en el
sur ha terminado en que la mayoría se cambiase de acera. Ahora mi cadáver avanza
en una procesión envuelta en una lluvia estática y monótona.
Antes pensaba que
merecía la pena aventurarlo todo por la libertad. Hoy, en cambio, reconozco que
estaba completamente equivocado. Aquí
las gentes avanzan pero no prosperan y es imposible salvar a quien no quiere
ser rescatado. He reflexionado mucho contemplando esas gotas diamantinas
llamadas rocío y la única conclusión posible, al menos yo soy incapaz de
encontrar otra, es que los sureños
merecen estar cien años más bajo el yugo socialista. Ni mi pluma, ni mucho
menos mi vida, volverá a estar relacionada con la tierra con el mayor número de
tontos por metro cuadrado del mundo. Que al que Dios se la dé, San Pedro se las
bendiga. Pero nunca, jamás me volverán a ver marchando con un grupo de
andaluces superior a dos personas.
Aclarada la incógnita, voy a seguir dando paseos en este pueblo de la costa. La soledad, al
lado de la mar, es una nostalgia alegre. Observaré
los espumarajos de las olas y esperaré a que las campanas de la Ermita vuelvan
a tocar por el alma de aquellos que perecieron en esas autopistas saladas que
llamamos mediterráneo. Caminaré, por tanto, sobre esa fina arena de la
playa bajo el embrujo de un horizonte vivamente azul con su perfume marino que
dice; ¡Paz!
Sergio Calle Llorens
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