No tenía el alma para requiebros ni el cuerpo para grandes alardes. Me sentía triste aunque la mar, que lo cura todo, estaba, y sigue ahí, a dos cañas de casa y de la torre vigía que ilumina como un faro en la marea alta de mis horas bajas. Así que me tumbé en la cama cuando de pronto, un ruido me sobresaltó. En principio pensé que había sido el viento que hacía chocar las ramas de los árboles contra los cristales de la vivienda de tres plantas donde resido a ratos. Empero, tras escuchar atentamente me convencí de que alguien estaba allí abajo. Aunque pocas cosas engañan más que los recuerdos, la verdad es que estoy casi seguro de que no estaba solo en la noche ventosa al final del otoño malcarado.
Armándome de valor, bajé para contemplar la figura de un
fantasma que, tras mirarme con desdén, tomó el rumbo de la escalera de caracol
que lleva al sótano. Me quedé perplejo pues el espectro no me había dedicado ni
un triste saludo. Tragué aliento y le seguí. Al poco estaba frente a él y,
aunque le pregunté, y en todos los idiomas que conozco, la razón de su
presencia allí, no tuvo a bien contestarme.
Era un fantasma joven y lleno de misterio que hablaba con
otro ser al cual, por cierto, yo no podía ver. Volvió a mirarme para hacerme un gesto
como queriendo decir que yo allí sobraba. Que aquel era su territorio y, como
bien saben aquellos que conocen el mediterráneo, solo puede haber un lobo alfa
reinando en la noche. Huelga decir que
obedecí sin rechistar al fantasma. Es más, aproveché la coyuntura para ir a dar
un paseo quedando colgado entre una luna de montañas y un mar de luz intenso.
A mi vuelta, el fantasma había tenido la desfachatez de
sentarse en mi sofá. Incluso sentado era
alto, altísimo, y seguía con esa mirada de desprecio. Esperaba yo una señal. Una explicación Un algo que me
permitiera buscar una salida a una situación tan tensa. No hubo manera
El fantasma que, por alguna razón desconocida, se parecía mucho a mi hijo o, al menos, a ese niño al que aupaba para que llegase a meter la pelota en la canasta. A ese rapaz al que le encantaba abrazarme de pequeño y que sonreía, si ustedes hubieran visto su sonrisa, cuando iba a recogerle a la guardería. El mismo al que llevé al hospital cuando se le abrió la cabeza. La criatura que me imitaba al afeitarme llenándose el rostro de espuma. Y entonces supe que, aquello no era un espectro, sino mi vástago diciéndome que yo no tenía ya nada que contarle. Que no había nada de mí persona que le gustase.
Agaché la cabeza humillado para subir de nuevo por la escalera de caracol. Y mientras subía, me vino a la mente su rostro que reflejaba mi futuro; aparcado en un asilo, olvidado y con la única compañía de los recuerdos pretéritos cuando el fantasma era tan solo un niño que me quería.
¡Bon Nadal!
El fantasma que, por alguna razón desconocida, se parecía mucho a mi hijo o, al menos, a ese niño al que aupaba para que llegase a meter la pelota en la canasta. A ese rapaz al que le encantaba abrazarme de pequeño y que sonreía, si ustedes hubieran visto su sonrisa, cuando iba a recogerle a la guardería. El mismo al que llevé al hospital cuando se le abrió la cabeza. La criatura que me imitaba al afeitarme llenándose el rostro de espuma. Y entonces supe que, aquello no era un espectro, sino mi vástago diciéndome que yo no tenía ya nada que contarle. Que no había nada de mí persona que le gustase.
Agaché la cabeza humillado para subir de nuevo por la escalera de caracol. Y mientras subía, me vino a la mente su rostro que reflejaba mi futuro; aparcado en un asilo, olvidado y con la única compañía de los recuerdos pretéritos cuando el fantasma era tan solo un niño que me quería.
¡Bon Nadal!
Sergio Calle Llorens
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