Cabalgo a
lomos de un amasijo de hierros en forma de pato que me lleva a la Capital del
Reino. Tal vez de ahí venga el nombre de AVE, aunque dicen que se lo debe a esa velocidad tan
vertiginosa que impide contemplar los paisajes patrios. En Madrid resuelvo
unos problemas administrativos tras lo cual dejo que mis pies me lleven por
Chamberí donde he quedado a comer en una vieja tasca. Hace un sol de justicia y bebemos cerveza
bien fría. Ella habla de los problemas con su marido, de sus continuas infidelidades
y yo, como de costumbre, callo y escucho. En verdad no encuentro ningún interés morboso
o folletinesco en conocer la vida y milagros del prójimo. Sin embargo, mi amiga
insiste en contármelo con todo detalle.
Ni por un momento se le pasa por la cabeza que yo pueda necesitar algo
o haber tenido algún percance. Desgraciadamente en esta conversación se
resumen muy bien los dos últimos años de mi existencia; amistades de más allá
de los mares que desaparecen sin dar explicaciones. Malos modos y un desinterés
absoluto por las cosas de un servidor. Incluso hay quien defiende que no se me
deben contestar ni a los mensajes de pésame. Mi conclusión es contundente; yo
no merezco más. La culpa no es de los otros sino mía. Habría de levantarme de
ésta, y de otras mesas, para no volver a sentarme jamás.
Si defiendo
el campo en nombre de Virgilio y la urbe en homenaje a esa música rebelde que
es el rock and roll, debería también defenderme buscando ese idealismo
platónico en el tema de la amistad. No es de
recibo que haya aguantado tanto. Así que he decidido obviar a casi el 99% de
las amistades pasadas y seguir avanzando sin equipaje alguno. Abandono
Madrid con una maletita y me planto en Denia en menos que canta un gallo. Camino feliz entre las zonas de Les Marines y
me detengo en Albaranes, Els Molins y les Deveses. Una delicia mediterránea que
amo profundamente. Voy a hacer unas fotos a la torre del Gerro- jarrón para no
iniciados- que luce el escudo del Emperador Carlos I. La brisa marina me acaricia el cabello y, sin
saber por qué, recuerdo como una vez vi allí a una mujer en correr de la lluvia
con esa cara compungida que se les pone a las personas al entrar en contacto con el líquido
elemento.
Denia sigue extendida en esa bahía natural al pie del Montgó cuyos barrios más antiguos son les Roques y el de la Baix la Mar. Sin olvidarme de su castillo encantado o eso me contaban de niño. Decido sentarme a probar unas viandas en un restaurante no demasiado alejado de mi pensión. Me decanto por la popular gamba roja de Denia hervida y por una cazuela marinera- el suquet-. De pronto llega una mujer muy bella de piernas largas y cabellos dorados con la que entablo una conversación en valenciano que dura dos horas pero que , por supuesto, parecen segundos.
Hablamos
sobre Anton Galler ese criminal de guerra que vivió en Denia hasta su muerte y
cuyos restos, a nadie debería sorprenderle, se encuentran en la tumba número 12
del camposanto. Eva, que así se llama la Dianense, me dice que el jubilado
austriaco vivía en el número 45 de la calle Partid Florida. Ese simpático centroeuropeo dirigió la masacre en el pueblo montañés de Sant
Anna donde asesinaron a 400 civiles , muchos de ellos
niños y mujeres. Finalmente me planto en el cementerio para contemplar el
nombre esculpido en mármol negro del que fuera una de los nazis más buscados del
mundo. Empero, no es el único nazi que eligió este cementerio como última
morada. Horas más tarde, Eva ya me ha mandado un listado con los nombres de todos los
nacionalsocialistas.
Me pregunto
si esos asesinos olvidarían sus crímenes en un lugar tan mágico y sereno como
Denia. Tal vez no tendrían remordimiento alguno. Ese perro fantasma que a veces
se nos aparece a los pies de la cama para darnos bocados en el corazón o, en la
memoria. En cualquier caso, la historia da para un reportaje y me lanzo a ello.
Escribo hasta bien entrada la madrugada. De la lontananza me llegan los
ladridos de un perro y una conversación queda bajo una farola. Me acuesto al
fin pensando en la cantidad de conocidos que se me murieron en la memoria. Les
condeno yo al olvido como ellos me sentenciaron a la indiferencia. Mañana tomaré
el ferry que me lleva de Denia a Menorca. De súbito una enorme sonrisa se me dibuja en
la boca. Madrid y el pasado quedan ya tan lejos.
Sergio Calle
Llorens
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