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miércoles, 3 de diciembre de 2014

LA TORMENTA

Observo que la mar está ligeramente movida por el travieso viento de levante. A pesar de las olas que suben y bajan, presenta un bonito aspecto desde las rocas. Enfilo el camino hacia la montaña donde me espera un bosque repleto de misterios. Allí los minutos caminan con otro tempo más lento. Ajeno, tal vez, a los quehaceres diarios de los seres humanos. Las campanas de la iglesia tocan a muertos, o ese parece si me atengo al heraldo triste de su sonido. Seguirán tocando, supongo cuando ya no estemos.

El cielo no parece estar para requiebros y, las primeras gotas gotan me confirman que ha sido una muy mal idea adentrarme en la foresta con ese tiempo. Sin embargo, no he podido pasar por alto esa extraña querencia mía por poner unos pasos delante de otros y, perderme en lo más profundo del bosque donde a veces, incluso, llega la canción triste del mar que habla de civilizaciones antiguas, de barcos que se hundieron y de arcanos conocimientos. El primer relámpago da lugar a unos espectaculares truenos. A los pocos segundos, caen los primeros rayos. Me asusto, y mucho. La idea de perecer alcanzado por una carga eléctrica me sobrecoge. Acudo raudo a refugiarme bajo unas rocas que sobresalen al final de un camino. Si la habitual pirotecnia celestial me abruma, la viscosa niebla no ayuda en absoluto a calmar mi espíritu. Mi perro nórdico que me acompaña en la aventura aulla de pronto. Parece que gime al final justo en el momento que aparece la raposa huyendo del singular temporal. A esa misma hora, se acaba de formar un tornado frente a las costas de Málaga. Afortunadamente escucho, pero no veo el espectacular remolino. El aguacero da paso a una fuerte granizada que cubre de blanco la hojarasca de la otoñada. Trascurridos unos minutos, la situación, lejos de mejorar empeora y la fosca acrecenta su dominio dejándome en la más absoluta oscuridad. Volver se me antoja imposible. Demasiado riesgo y los rayos siguen cayendo. Estoy aterrado.

Bajan las temperaturas y unos pajarillos protestan desde lo alto de esa inmesna masa arborea. Me imagino en lo bien que yo estaría en casa, bajo una manta, y degustando un buen chocolate caliente. Aparto de mi cabeza ese pensamiento casero de forma abrupta, como de un manotazo al intentar matar una mosca. Intento pensar en las setas que podría recoger tras el paso de la tempestad pero, sencillamente, es inútil porque el agua ha comenzado a caer en forma de torrente y, por supuesto, tengo que huir de mi refugio. Camino por el bosque intentando buscar una salida a mi comprometida situación. De mis labios sale una vieja pregaria que aprendí de niño. Es como un murmullo que apenas se oye ante el sonido del aguacero. El cielo ha abierto todos sus grifos, a ojo de buen cubero, y estoy empapado hasta los huesos. Una vez más acuden a mi mente escenas de interior de vivienda; los troncos ardiendo en la chimenea proyectando extrañas imágenes en las paredes o esa mermelada de fresa en mi cocina añeja y rotunda que, pienso, podría estar tomando a esas horas si no hubiese sido tan estúpido. Quedarme allí ante tanto árbol podría costarme la vida, así que acelero el paso y caigo dos veces debido a la fuerza del agua. El perro parece reírse de mi con un ojo y, con el otro me pide que le saque de allí cuanto antes. Capto el mensaje y los dos descendemos de la montaña. Él impertérrito, yo con esa cara compungida que ponemos los humanos cuando la lluvia nos cae encima. La tormenta arrecia y, con ella, mi miedo.

Es cierto, el camino de vuelta es muy peligroso. Me esfuerzo en domesticar la sobreexcitación nerviosa; bajo, subo, corro y tiro del perro cuando no está convencido de que vayamos a salir de esta. Sigue diluviando sobre la montaña y los acantilados de la costa que, suponemos, no deben de estar muy lejos de allí. Nuestro descenso es dramático y no puedo evitar entristecerme por haber metido a mi viejo amigo en esa aventura. Parece, de pronto, más demacrado y viejo. Nos miramos y él parece pedirme algo. Le entiendo y suelto la correa. Un nuevo rayo. Esta vez ha caído aún más cerca. Nuuk olisquea el suelo y comienza a subir por la montaña más alta. Me espera en la cima. Cuando llego, me lame el agua de la cara y se lanza, casi sin darme tiempo por la pendiente. Empero, ha sido una buena decisión porque era el único paso para salir de aquel infierno.

Una hora más tarde llegamos a casa; empapados y, lo que es más importante; vivos. Tras sacarle el pelo a mi heroe peludo, me quito la ropa y me doy una ducha bien caliente. Luego llegan unas viandas del país malagueño y una suculenta comida de perro para Nuuk. Continua lloviendo, pero la tormenta, antes amenazadora, se convierte en la mejor aliada para seguir escribiendo la novela. Escucho la respiración del perro que duerme a mi lado, tranquilo al fin. Le acaricio el lomo y él responde alzando su cabeza. Seguimos persiguiendo sueños; él con comidas sabrosas y yo, como no podía ser de otra manera, con unas musas guapas que me iluminen el camino de la escritura. Seguimos.

Sergio Calle Llorens

2 comentarios:

  1. Soberbio Sergio, observo que tocas todos los palos como nadie. Una situación dramática convertida en la más enternecedora prosa poética, que he podido degustar en mucho tiempo. Gracias por compartir tus experiencias.

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    1. Pues nada es gratis y, por eso, te pediré el primer ejemplar del trabajo que has empezado a preparar. Un abrazo

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