La noche era muy clara y el cielo una gasa lánguida,
algo cubierta de niebla. Pude observar un resplandor crepuscular y maravilloso
que arribó de forma misteriosa a mis ojos. Todo estaba en silencio. Ni el
tañido de las campanas sumergidas en las nieblas marinas, ni el sonido del mar
con sus olas rizadas. Flotaba yo por ese campo en el nocturno de la depresión
infinita y de la nada eterna sin calidad. Muy pronto, pensé, se acabaría el
invierno. Una vez llegada la primavera, el sol, que todavía no ciega, como en
la canícula del verano, acaricia las pieles más exigentes. Esos rayos
halagadores que calientan la sangre y nos dan una sensación plena y perfecta de
la alegría de sentirse. Quien no haya tomado el sol en Málaga no sabe lo que es
esto.
Cada estación tiene su magia que complementa a las otras. La
del otoño deja en el aire ese aroma a jazmines, damas de noche y a nardos
cuando el sol va hundiéndose tras las montañas azules. A pesar de la belleza,
la melancolía de la otoñada no se da en Málaga. Sus jardines llenos de flores,
sus árboles frescos y un verdor incomparable al del resto de latitudes. Un
vergel que nunca muere porque, sencillamente, cuando comienza a hacerlo, los
nuevos brotes anticipan sus ramas de un verde tierno y brillante.
Ese aroma embriagador del ambiente que tanto gusta al
forastero en estas tierras. Una cosa que combina muy bien con la romanidad de Málaga,
con sus mostos, su alegría de vivir y sus caches coquetas. Una ciudad donde
besaron sus orillas múltiples sirenas que con sus artes supieron embrujar este
jardín al borde del mar de los Dioses de tal manera que ni el propio Ulises
escapara. Enjoyada de agua, empapada de luces húmedas y de sombras bronceadas
cautiva al más descreído de los poetas.
Seguía caminando por el bosquecillo con la noche envuelta en
un mágico encantamiento suave. Deseé alejar el verano de mí y continuar, un
tiempo más en el invierno, o en su defecto, en una primavera con esas
pinceladas de luz. Lejos, muy lejos, de esa turba que siempre nos visita en el
estío como un loco caballo siciliano. Pensaba en ello observando como los
lugareños, en la lontananza, entraba y salían de esa niebla azulada. Y lo hacían,
cosa extraña, en un silencio absoluto que les agradecí de todo corazón. Me senté
sobre unas rocas desde donde, algunos lugareños cuentan, se puede ver la Isla de los Naufragios. Permanecía
allí bebiendo de la bota de vino y oteando el horizonte. No logré ver nada.
Comenzó a llover en la declinación ideal de la noche. Era tiempo de volver a
casa tras mi dosis diaria de bosque para alimentarme el alma.
La fosca es dissol como un terrós de sucre.
Sergio Calle Llorens
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