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lunes, 24 de septiembre de 2012

EL NIÑO DEL CÁNCER


Decidí subir a lo alto del acantilado, desde donde, sin que nadie me molestase, podía otear la isla de los naufragios. Se oía el ruido del mar pero por lo demás, reinaba un dulce silencio, hasta el punto de que podía oír mis propios pensamientos. El viento solitario empujaba la brisa hacia el rompeolas mientras un barquito de vela parecía planear sobre la mar escarlata. Percibí en el ambiente algunas señales de la cercanía de la otoñada, y me senté a reflexionar sobre los últimos aconteceres de mi existencia. Se desplomaba la tarde casi a traición. Entonces, sin saber por qué, recordé su rostro; era el de un niño con menos pelos que una bombilla de veinticinco. Demacrado, esquelético pero con los ojos llenos de vida y de esperanza, a pesar de que la leucemia lo había dejado listo de papeles. Se había sentado a mi lado en el avión, muchos años atrás, en compañía de su madre. Volvían de Estados Unidos donde se había realizado un trasplante de médula osea. Al poco de salir de la capital del Reino Unido, el niño, aprovechando que su mamá dormitaba junto a la ventanilla, comenzó a hablarme. Parecía haber comido lengua. Curiosamente era del Málaga y me interrogó sobre los progresos del equipo de nuestros amores. Le puse al día, aunque yo también había pasado un año fuera y, por entonces, el uso de Internet no estaba tan extendido. De vez en cuando, me hacía un gesto con la mano para que parase. Me señalaba entonces a las bonitas azafatas que iban y venían por el pasillo del avión. Empecé a reír. Y ese fue el principio de un trayecto maravilloso que marcaría mi vida.

A pesar de su corta edad, a ojo de buen cubero, creo que no superaba las doce primaveras, el muchacho era despierto y picarón. Aunque hay pocas cosas que engañen más que los recuerdos, el caso es que Pedrito, que así se llamaba el niño, me habló del tipo de chicas que le gustaban. Incluso se atrevió a confesarme el amor que sentía por una de las enfermeras que le había cuidado en los Estados Unidos. Durante más de una hora, hablamos, bueno habló él y yo le escuchaba con admiración; ni una queja a su enfermedad, ni una mala cara a su particular mala racha. Sólo ganas de vivir, de divertirse, de experimentar y de beberse la vida a grandes sorbos. Entonces, cuando más divertido se presentaba la cosa, el chico se quedó profundamente dormido. Así, sin previo aviso. El asunto me dejó algo desconcertado. Supuse que eran las emociones del viaje, y no le di ninguna experiencia. Al rato, yo también visité a Morfeo.

No sé el tiempo que estuvimos durmiendo pero en un momento dado, Pedrito se despertó a mi lado. Estaba nervioso, sudaba mucho y por un momento me temí lo peor. Se incorporó de inmediato y se colocó sobre su madre que seguía dormitando junto a la ventanilla, miraba ansioso buscando un vaya usted a saber qué. Le pregunté si estaba bien mientras su madre le tocaba la frente. Entonces el niño dijo algo que no olvidaré mientras viva; “España, España, ya estoy aquí”. Pero “cómo sabes que esas luces de ahí abajo son de España”, protestó su madre. “Porque son más bonitas y brillan más”. Yo no le veía la lógica al asunto pero en ese momento el Capitán de la nave nos anunció lo siguiente: “ Señoras y caballeros, acabamos de entrar en el espacio aéreo español y estamos sobrevolando la ciudad de Santander”. En ese preciso instante, los ojos del niño se llenaron de lágrimas; “veis, las luces de España son las más bonitas del mundo”. Aquel niño, llevaba a España en el corazón, un país al que pensó que jamás podría regresar con vida. Por eso, la vuelta a casa le parecía un milagro. La madre lo apretó con esa ternura que sólo una madre puede dar y lloró con él. Yo estuve a punto de unirme a la fiesta de los abrazos pero desistí, más que nada porque usé toda mi energía para limpiarme mis propias lágrimas. Poco después, una azafata que había sido testigo de la escena, invitó al niño a visitar la cabina de los pilotos.

Cuando volvió, era el niño más feliz del mundo. Seguimos hablando de fútbol, del Málaga y de mil cosas más, pese a las protestas de su madre para que me dejara tranquilo de una vez. Por fin el aeroplano aterrizó en Málaga y nuestro viaje había concluido, que no las sorpresas, porque una vez estuvimos en tierra, el niño se arrodilló y beso la tierra que le vio nacer. Así entre lágrimas lo vi alejarse para siempre, me saludó con su manita mientras yo deseaba más que nunca ser Dios y curar para siempre a ese ángel.

Nunca volví a verlo, pero no ha pasado un sólo día en que no haya pensando en él . Incluso cuando el Málaga marca un gol, lo imagino siendo un hombre y que, en alguna parte estará abrazando a una mujer preciosa mientras celebra los triunfos de nuestro equipo. Sí, porque el mundo pertenece a aquellos que se arriesgan, a los que se rebelan cuando un matasanos le dice que le quedan diez meses de vida, a los que ponen al mal tiempo buena cara y a los que, de alguna manera, siempre se levantan tras la derrota. Como aquel niño que entonces llamaban Pedrito y que, seguro, ahora responde a la voz de Don Pedro. El niño que tenía leucemia y llevaba todo el orgullo de España en su corazón. El mismo que me hizo llorar entonces y lo hizo el otro día; a dos millas náuticas de la Isla de los Naufragios.

Sergio Calle Llorens


2 comentarios:

  1. Me has emocionado como nunca. Demuestras una sensibilidad impresionante muy alejada de tus trabajos más ácidos.

    Laura

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    1. Muchas gracias Laura, pero la acidez y la sensibilidad son parte de mi.

      Saludos

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