Decidí subir a lo alto del acantilado,
desde donde, sin que nadie me molestase, podía otear la isla de los
naufragios. Se oía el ruido del mar pero por lo demás, reinaba un
dulce silencio, hasta el punto de que podía oír mis propios
pensamientos. El viento solitario empujaba la brisa hacia el
rompeolas mientras un barquito de vela parecía planear sobre la mar
escarlata. Percibí en el ambiente algunas señales de la cercanía
de la otoñada, y me senté a reflexionar sobre los últimos
aconteceres de mi existencia. Se desplomaba la tarde casi a traición.
Entonces, sin saber por qué, recordé su rostro; era el de un niño
con menos pelos que una bombilla de veinticinco. Demacrado,
esquelético pero con los ojos llenos de vida y de esperanza, a pesar
de que la leucemia lo había dejado listo de papeles. Se había
sentado a mi lado en el avión, muchos años atrás, en compañía de
su madre. Volvían de Estados Unidos donde se había realizado un
trasplante de médula osea. Al poco de salir de la capital del Reino
Unido, el niño, aprovechando que su mamá dormitaba junto a la
ventanilla, comenzó a hablarme. Parecía haber comido lengua.
Curiosamente era del Málaga y me interrogó sobre los progresos del
equipo de nuestros amores. Le puse al día, aunque yo también había
pasado un año fuera y, por entonces, el uso de Internet no estaba
tan extendido. De vez en cuando, me hacía un gesto con la mano para
que parase. Me señalaba entonces a las bonitas azafatas que iban y
venían por el pasillo del avión. Empecé a reír. Y ese fue el
principio de un trayecto maravilloso que marcaría mi vida.
A pesar de su corta edad, a ojo de buen
cubero, creo que no superaba las doce primaveras, el muchacho era
despierto y picarón. Aunque hay pocas cosas que engañen más que
los recuerdos, el caso es que Pedrito, que así se llamaba el niño,
me habló del tipo de chicas que le gustaban. Incluso se atrevió a
confesarme el amor que sentía por una de las enfermeras que le
había cuidado en los Estados Unidos. Durante más de una hora,
hablamos, bueno habló él y yo le escuchaba con admiración; ni una
queja a su enfermedad, ni una mala cara a su particular mala racha.
Sólo ganas de vivir, de divertirse, de experimentar y de beberse la
vida a grandes sorbos. Entonces, cuando más divertido se presentaba
la cosa, el chico se quedó profundamente dormido. Así, sin previo
aviso. El asunto me dejó algo desconcertado. Supuse que eran las
emociones del viaje, y no le di ninguna experiencia. Al rato, yo
también visité a Morfeo.
No sé el tiempo que estuvimos
durmiendo pero en un momento dado, Pedrito se despertó a mi lado.
Estaba nervioso, sudaba mucho y por un momento me temí lo peor. Se
incorporó de inmediato y se colocó sobre su madre que seguía
dormitando junto a la ventanilla, miraba ansioso buscando un vaya
usted a saber qué. Le pregunté si estaba bien mientras su madre le
tocaba la frente. Entonces el niño dijo algo que no olvidaré
mientras viva; “España, España, ya estoy aquí”. Pero “cómo
sabes que esas luces de ahí abajo son de España”, protestó su
madre. “Porque son más bonitas y brillan más”. Yo no le veía
la lógica al asunto pero en ese momento el Capitán de la nave nos
anunció lo siguiente: “ Señoras y caballeros, acabamos de entrar
en el espacio aéreo español y estamos sobrevolando la ciudad de
Santander”. En ese preciso instante, los ojos del niño se llenaron
de lágrimas; “veis, las luces de España son las más bonitas del
mundo”. Aquel niño, llevaba a España en el corazón, un país al
que pensó que jamás podría regresar con vida. Por eso, la vuelta a
casa le parecía un milagro. La madre lo apretó con esa ternura que
sólo una madre puede dar y lloró con él. Yo estuve a punto de
unirme a la fiesta de los abrazos pero desistí, más que nada porque
usé toda mi energía para limpiarme mis propias lágrimas. Poco
después, una azafata que había sido testigo de la escena, invitó
al niño a visitar la cabina de los pilotos.
Cuando volvió, era el niño más feliz
del mundo. Seguimos hablando de fútbol, del Málaga y de mil cosas
más, pese a las protestas de su madre para que me dejara tranquilo
de una vez. Por fin el aeroplano aterrizó en Málaga y nuestro
viaje había concluido, que no las sorpresas, porque una vez
estuvimos en tierra, el niño se arrodilló y beso la tierra que le
vio nacer. Así entre lágrimas lo vi alejarse para siempre, me
saludó con su manita mientras yo deseaba más que nunca ser Dios y
curar para siempre a ese ángel.
Nunca volví a verlo, pero no ha pasado
un sólo día en que no haya pensando en él . Incluso cuando el Málaga marca un gol, lo imagino siendo un hombre y que, en alguna parte estará abrazando a una mujer preciosa
mientras celebra los triunfos de nuestro equipo. Sí, porque el mundo
pertenece a aquellos que se arriesgan, a los que se rebelan cuando un
matasanos le dice que le quedan diez meses de vida, a los que ponen
al mal tiempo buena cara y a los que, de alguna manera, siempre se
levantan tras la derrota. Como aquel niño que entonces llamaban
Pedrito y que, seguro, ahora responde a la voz de Don Pedro. El niño
que tenía leucemia y llevaba todo el orgullo de España en su
corazón. El mismo que me hizo llorar entonces y lo hizo el otro día;
a dos millas náuticas de la Isla de los Naufragios.
Sergio Calle Llorens
Me has emocionado como nunca. Demuestras una sensibilidad impresionante muy alejada de tus trabajos más ácidos.
ResponderEliminarLaura
Muchas gracias Laura, pero la acidez y la sensibilidad son parte de mi.
EliminarSaludos