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domingo, 21 de agosto de 2011

UN DÍA DE PLAYA


Unas gaviotas saludaron mi arribada a la playa. En el cielo unas nubes que parecían algodón reinaban imponentes desde su privilegiada atalaya. Era temprano, como de costumbre, e hice lo que cualquier mediterráneo con amor a su patria salada; inspirar aquel aroma que siempre extrañamos cuando nos encontramos lejos de ella. Un olor que me ha acompañado por todos los lugares del mundo a los que he visitado. Recuerdo como en Londres o Dublín, mis ojos buscaban desesperadamente el sur, con la vana esperanza de hallar algo de su esencia. Y es que sólo los que hemos nacido y vivido junto al mar mediterráneo entendemos este sentimiento de amor profundo por esas olas antiguas y sabias. Como cada día, llené mis pulmones de brisa y me mojé la cara. Una vez más al sentir el frío liquido en mi rostro, dí gracias por poder disfrutar de mi reina marina. Me senté en la arena esperando a que el astro sol calentara un poco el agua mientras un par de barquitos navegaban hacia el este. La escena era de una belleza infinita. Cerré los ojos de nuevo y recé una oración- aunque no soy muy creyente- que me enseñaron en una tarde de cielo anaranjado: “Padre, protege a los míos hasta que se alarguen las noches y llegue la noche”. Es una forma de pedir a la providencia protección. Así que repetí la plegaria varias veces hasta que mis pensamientos volaron hacia lo alto del acantilado donde habitan las aves. Una ola empujada por un levante travieso arribó con fuerza a mis pies. Sonreí, ajeno a lo que se me avecinaba.



De pronto, una veintena de persona comenzó a invadir la playa. Niños, abuelos, padres, madres y otras criaturitas de dios transportando todo tipo de objetos playeros. Les juro que la playa estaba casi desierta, pero aquella pandilla de origen cordobés decidió colocarse a mi vera. Hablaban a gritos con una potencia vocal que yo sólo he visto en la Opera. Suspiré hondo y decidí dar un paseo por la playa dejando mis cosas allí. A la vuelta, pude comprobar con espanto que los invasores habían montado un campamento con sus toldos, sus tumbonas, sus barquitos, sus cubitos y sus mesas. Me habían rodeado con sus trastos. Cochina suerte la mía, juré en arameo al comprobar que a unos escasos metros unas chicas de muy buen ver se acomodaban en la arena. Lo más sorprendente era que habían colocado una silla justo encima de una de las esquinas de mi toalla. Miré atónito como pidiendo explicaciones. Ni caso. La madre, que a tenor por los flotadores que llevaba en su cuerpo de forma permanente, parecía la hija del muñeco Michelín. A su lado, el abuelo cebolleta gritaba como un loco invitando a todos a irse al agua. Y allí que se fueron corriendo aullando como lobos cuando una embarcación tan grande como el Titanic cayó sobre mi cabeza. Me contuve. Por un momento sentí que esa turba iba a dejar sin una gota a mi mar. Cuando salieron, tuve el convencimiento de que el lago Ness se había secado y con ello, todos sus monstruos habían llegado a esa playa malagueña. El resultado de todo ese desembarco fue que mi cuerpo se llenó de arena. Y todo por gentileza del niño gordinflón que yo identifiqué como el primo de Harry Potter. Creo que la rabia comenzó a crecer dentro de mí. Les juro que en aquellos fatídicos momentos, deseé que un tsunami arrasara con todo, especialmente con esa chusma. Imaginen como sería mi cabreo que yo estaba dispuesto a sacrificarme por el bien de la humanidad. El padre, otro ser que hablaba un dialecto extraño, se partía de risa al verme cubierto de arena. Craso error. Entonces con toda la dignidad posible que fui capaz de reunir, me fui al bar, me bañé y a la vuelta senté mis reales posaderas en la silla que colocaron sobre mi toalla. Entonces el abuelo cebolleta me recrimina la acción: “Oiga que esa silla es nuestra”. Y entonces por qué la han colocado ustedes encima de mi toalla. Yo pensaba que era una manera de compensarme por su falta de educación, por invadirme mi espacio, por llenarme de arena y por romper la magia del lugar. Así que me voy a quedar aquí en esta silla hasta que ustedes se retiren unos metritos que la playa es muy grande. Los monstruos escoceses que hablaban con acento de Córdoba no daban crédito a mis palabras, que por cierto, fueron efectivas. En pocos minutos movieron sus cosas al campamento base. Entonces les devolví la silla no sin antes lanzarles la mirada de desprecio más grande que fui capaz de reunir. “ Adiós simpático” gritó la hija de Michelín. Sonreí mientras me señalaba la leyenda de la camiseta que por un casual había elegido aquel día: “En beneficio de todos, cállese señora”. Ay, Vandalia, Vandalia.


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