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viernes, 14 de marzo de 2025

LOS ILEGALES!

 



Hay bandas que suenan a una época, y luego están aquellas que definen una era. Los Ilegales no son solo una banda, son una actitud, un bofetón en la cara de lo políticamente correcto, un acorde afilado que resuena desde los años ochenta y que aún hoy sigue electrizando a los que se atreven a escuchar. Y en el centro de esa tormenta musical, un hombre: Jorge Ilegal. Sarcástico, brutalmente honesto, dueño de una voz que arrastra la rabia de varias generaciones y de una guitarra que escupe electricidad.

Hablar de Jorge Martínez es hablar de la incorruptibilidad del rock. En tiempos en los que el panorama musical parece un parque temático de lo prefabricado, donde los artistas son productos de fábrica y las canciones se diseñan en despachos en lugar de en tugurios, Jorge sigue disparando con bala. Lo hace con sus letras, crudas, corrosivas, cargadas de desencanto y mala leche, pero también con su forma de estar en el escenario: sin trampa ni cartón. Mientras otros necesitan del auto-tune para afinar una melodía, Los Ilegales han demostrado que el rock solo necesita actitud y saber tocar. Porque si algo hay que dejar claro en este homenaje es que Ilegales jamás han sonado mal en directo.

Desde aquel primer disco homónimo de 1983, con trallazos como "Tiempos nuevos, tiempos salvajes" o "Yo soy quien espía los juegos de los niños", hasta su último trabajo, cada canción de Los Ilegales es una lección de rock sin concesiones. Punk sin pose, rock and roll sin edulcorantes, letras que huelen a puñetazo en el estómago. En "El Norte está lleno de frío" Jorge nos canta sobre la desolación, en "Agotados de esperar el fin" sobre el nihilismo de una juventud desencantada, y en "Hola Mamoncete" deja claro que la irreverencia nunca se pierde con la edad.

Mientras los festivales de hoy se llenan de "artistas" que dependen de una base pregrabada y efectos visuales para llenar el vacío de su falta de talento, Los Ilegales siguen ahí, girando, atronando, recordándonos que el rock no ha muerto, sino que lo han intentado matar a base de mediocridad. Su directo es una prueba de resistencia para quienes creen que la música debe ser domada. En un mundo donde los escenarios parecen pasarelas de influencers, Jorge Martínez sigue siendo el último forajido de la carretera.

¿Quién más puede presumir de una carrera de más de cuarenta años sin haber bajado la guardia? Pocos, muy pocos. Pero ahí sigue Jorge, con su ironía filosa, su desprecio por lo superfluo, y su capacidad de escribir letras que, a pesar del paso del tiempo, siguen siendo dagas en la conciencia de quien las escucha. Los Ilegales no solo son un grupo de rock: son un refugio para quienes aún creen en la autenticidad, en la furia controlada de una guitarra que escupe fuego y en la poesía sucia de las calles.

Así que levantemos el vaso y brindemos por Jorge y Los Ilegales. Porque en un mundo de cartón piedra, ellos siguen siendo dinamita. Porque mientras haya un amplificador encendido y un acorde de Los Ilegales retumbando en algún garito, el rock aún no ha dicho su última palabra.

Sergio Calle Llorens


jueves, 13 de marzo de 2025

¡VINICIUS: EL BUFÓN QUE NUNCA SERÁ REY!


 


Dicen que el talento sin clase es como una espada sin filo: puede impresionar a los incautos, pero nunca ganará una batalla justa. Vinicius Junior, el diletante de las bandas, se empeña en demostrar que el arte de jugar al fútbol no siempre va acompañado del arte de comportarse como un profesional. Lo suyo es el teatro de la burla, la chabacanería de quien se sabe amparado por los mismos que convierten el reglamento en papel mojado y la justicia deportiva en un guión escrito por Santiago Segura.

Ya es costumbre: el Real Madrid gana envuelto en polémica, la afición rival hierve de indignación y, como colofón, Vinicius aparece en escena para ejecutar su enésima pantomima, con una risa de villano de serie B y una mueca que recuerda a los infames bufones de Shakespeare: personajes condenados a su irrelevancia mientras los verdaderos reyes deciden el destino del reino. Si al menos su gestualidad tuviera la elegancia de un Iago o la mordacidad de un Falstaff, podría resultar hasta entretenido. Pero lo suyo es la vulgaridad del que confunde provocación con carisma, del que cree que el desdén gratuito es una muestra de grandeza.

No es novedad que el brasileño se mueva entre la chulería y el victimismo, entre la arrogancia del protegido y el fingimiento del perseguido. Un día se ofende porque alguien le trata con la misma falta de respeto con la que él trata a los demás, y al siguiente se encarga de demostrar por qué las críticas a su actitud no son infundadas. Lo suyo es un monólogo sin matices, una sobreactuación sin dirección. Si el fútbol fuera cine, sería un extra que cree ser el protagonista; si fuera literatura, sería un personaje secundario convencido de que lleva el peso de la tragedia.

El respeto, como la reputación en "Otelo", se construye con hechos y se destruye con actitudes. Pero Vinicius nunca ha entendido esto, quizá porque ha crecido en una burbuja donde el aplauso fácil y la condescendencia le han hecho creer que la soberbia es una virtud y que la educación es un concepto prescindible. No lo es. El respeto es la moneda de cambio con la que los grandes futbolistas compran su inmortalidad. Zidane podía ser un artista, pero también sabía cuando callar. Iniesta no necesitó ridiculizar a nadie para conquistar el corazón de todo un país. Vinicius, en cambio, se ha convertido en un personaje indigno de su propio talento. No sabe ganar sin ser ruin, no sabe perder sin ser insufrible.

En un mundo justo, el Balón de Oro sería un premio reservado para quienes no solo destacan con el balón, sino también con su comportamiento. Vinicius, con su repertorio de desprecios y su alergia al fair play, no será nunca más que un actor de reparto en la historia del fútbol. Puede seguir riéndose de los demás, mofándose de las aficiones rivales y celebrando victorias empañadas por la polémica, pero la historia, esa jueza implacable, solo recordará que hubo un jugador con talento que nunca entendió lo que significa ser un caballero del balón. Y cuando se apague su estrella, cuando ya nadie le ría las gracias, solo quedará el eco de sus burlas resonando en un vacío que él mismo se ha labrado.

Sergio Calle Llorens


martes, 11 de marzo de 2025

¡EL ÚLTIMO BRINDIS DE ALVITE!

 



Si la noche tuviera un cronista, un detective de barra, un poeta con gabardina y mirada de naipe gastado, ese habría sido José Luis Alvite. Pero no lo fue, porque Alvite era más que todo eso. No era solo un escritor; era un tipo que escribía con la lucidez del que sabe que la vida es un piano bar a punto de cerrar. Y él, con un cigarro a medio consumir y un vaso que nunca llegaba a estar del todo vacío, era el último en salir.

De haber nacido en Los Ángeles en los años cuarenta, tal vez habría sido guionista para Bogart, escupiendo diálogos afilados como cuchillas de afeitar. Pero nació en España, y tuvo que conformarse con los periódicos, donde su pluma destilaba la misma mezcla de desencanto y elegancia que las rubias fatales que solo existen en las novelas de Chandler. Esas mujeres que te cruzas en un garito con luz tenue, que huelen a humo caro y a promesas incumplidas. Mujeres que, como la felicidad y la libra esterlina, son fugaces.

Alvite sabía que escribir era un oficio peligroso, como ser pianista en un club donde la clientela lleva más cicatrices que propinas. Se ganaba la vida con la palabra, pero sabía que la vida nunca paga lo suficiente. Quizá por eso escribía con esa mezcla de ironía y melancolía, como si cada columna fuese un último brindis con la madrugada. Sus frases eran golpes certeros, sentencias de un hombre que miraba el mundo con la resignación de quien ya ha perdido la cuenta de las veces que le han dado calderilla en lugar de gloria.

La vida le pasó como un tren nocturno que no para en la estación esperada. Enfermedad y tinta se mezclaron en sus últimos años, pero hasta el final siguió escribiendo como si le fuera la vida en ello. Porque le iba. Y cuando se fue, dejó tras de sí no solo un legado de ingenio, sino la sensación de que los buenos escritores son como los buenos detectives de novela negra: siempre llegan tarde a todo, excepto a su propia despedida.

Hoy, cuando la noche se hace larga y las luces de neón se reflejan en los charcos de la ciudad, parece que Alvite sigue ahí, en algún rincón de un bar con jazz de fondo, dejando caer una última frase mordaz mientras el camarero limpia los vasos. Porque los escritores como él nunca desaparecen del todo: siempre hay una historia más que contar, un último cigarro por encender, un brindis pendiente con la madrugada.

Sergio Calle Llorens


domingo, 9 de marzo de 2025

¡HERGÉ|

 


Georges Remi, conocido como Hergé, nació en 1907 en Etterbeek, Bélgica. Desde muy joven mostró un talento extraordinario para la ilustración y el relato gráfico. No es exagerado decir que Las aventuras de Tintín (publicadas entre 1929 y 1983) son el reflejo más fiel de su propia vida, sus obsesiones y contradicciones.

Hergé era un hombre de múltiples facetas, a menudo en lucha consigo mismo. Tenía un espíritu meticuloso, con un gran sentido de la estética, pero también arrastraba sombras personales y dilemas morales. A través de sus personajes, canalizaba distintas partes de su personalidad.

Tintín es, en muchos sentidos, el hombre que Hergé habría querido ser: un aventurero, intrépido, justo y sin miedo. Representa la parte más luminosa del autor, su amor por los viajes, el misterio y la exploración. Hergé nunca fue un reportero como su personaje, pero a través de él pudo recorrer el mundo desde su mesa de dibujo, investigando cada detalle con una precisión obsesiva.

Curiosamente, a diferencia de otros personajes, Tintín no tiene un gran desarrollo emocional ni cambios profundos. Es un lienzo casi en blanco sobre el que se proyectan los demás personajes, lo que ha llevado a muchos a considerarlo una figura más funcional que emocional.

Si Tintín es el Hergé idealizado, el capitán Haddock es su yo más visceral. Alcohólico, gruñón, sentimental y lleno de debilidades, Haddock es el contrapunto perfecto al impoluto Tintín. Su evolución es especialmente interesante: en su primera aparición (El cangrejo de las pinzas de oro), es un borracho perdido, pero poco a poco se convierte en un personaje con más matices, hasta volverse casi el verdadero protagonista emocional de la serie.

Hergé siempre tuvo una relación compleja con el alcohol y una personalidad melancólica que, como en Haddock, a veces se expresaba con exabruptos de rabia y una vena casi teatral en su forma de hablar (sus insultos creativos son legendarios: “ectoplasma”, “bashi-bazouk”, “mameluco”...).

El castillo de Moulinsart, la residencia del capitán, representa una especie de refugio en la vida de Tintín y Haddock, pero también simboliza algo que Hergé buscó toda su vida: un hogar donde sentirse en paz.

Estos dos detectives torpes, que siempre hablan a la vez y se equivocan en todo, reflejan otra faceta del autor: la burocracia absurda, la repetición sin sentido y la imposibilidad de diferenciar lo importante de lo trivial. Se dice que representan el conflicto interno de Hergé, su mente dividida entre el orden y el caos, la rigidez y la espontaneidad. También podrían simbolizar la censura o el control social, algo que vivió en carne propia, especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, cuando fue acusado de colaboracionismo.

La diva de la ópera, siempre irrumpiendo en la vida de los protagonistas con su voz estridente y su desbordante personalidad, representa el miedo de Hergé a lo femenino. Su vida amorosa fue complicada y marcada por la represión emocional. Su primer matrimonio con Germaine Kieckens fue más una relación de compromiso que de amor, y solo en su madurez pudo liberarse y vivir una historia más auténtica con Fanny Vlamynck.

Castafiore no es una villana, pero sí una presencia que rompe la estabilidad de Moulinsart, como si representara una fuerza que Hergé no sabía manejar.

Inspirado en el físico Auguste Piccard, Tornasol es la encarnación de la genialidad aislada del mundo. Representa el lado más obsesivo de Hergé, el hombre que se encierra en su trabajo y pierde la noción de la realidad. Pero también es un reflejo del Hergé que buscaba la espiritualidad y la paz interior en sus últimos años.

Hergé tuvo un pasado complicado durante la ocupación alemana de Bélgica en la Segunda Guerra Mundial. Publicó sus historias en un periódico controlado por los nazis (Le Soir), lo que le valió acusaciones de colaboracionismo tras la guerra. Sin embargo, él siempre se defendió diciendo que solo quería contar historias y que nunca tuvo intenciones políticas.

A lo largo de los años, pasó de ser un dibujante de cómics con una visión simplista del mundo (Tintín en el Congo, con su visión colonialista), a alguien que empezó a cuestionarse todo (Tintín en el Tíbet, donde explora la amistad y la espiritualidad).

Cada personaje de Tintín contiene una parte del alma de su creador. Tintín es su yo ideal, Haddock su yo imperfecto, Tornasol su lado más ensimismado y Castafiore la fuerza que no sabía cómo encajar. Hergé fue un genio atrapado entre el perfeccionismo y la duda, entre el deseo de aventura y la búsqueda de estabilidad.

Murió en 1983 sin haber podido terminar la última aventura de Tintín (Tintín y el Arte-Alfa), dejando un final abierto, como si él mismo siguiera buscando respuestas.

Así que, cuando leemos Tintín, en realidad estamos explorando el alma de Hergé, un hombre lleno de luces y sombras, igual que sus personajes. En cualquier caso, Tintín y sus amigos serán siempre un faro al que mirar en el oscuro mar de la vida.

Sergio Calle Llorens



miércoles, 5 de marzo de 2025

¡EL HÉROE CANSADO!

 



Los cómics de Corto Maltés son mapas de un mundo que ya no existe o que, quizás, nunca existió fuera del papel y la tinta de Hugo Pratt. Las Célticas es una de esas obras que nos atrapan en su atmósfera de libertad, de destinos inciertos y de mares abiertos, con un protagonista que, más que un héroe, es un hombre errante, cansado pero incapaz de abandonar su vagabundeo por la historia y la geografía.

Porque Corto Maltés nunca ha sido un héroe al uso. No busca gloria ni medallas. No es un patriota, ni un hombre de causa. Es, en todo caso, un espectador que a veces interviene, pero sin la certeza de que su intervención cambie realmente el curso de los acontecimientos. En Las Célticas, como en el resto de su periplo, se mueve entre espías, revolucionarios y soñadores, sin comprometerse del todo con ninguno, pero sintiendo siempre la llamada de la libertad, el único principio que parece regir su vida.

Irlanda es el escenario de algunas de las historias más evocadoras del álbum, y es allí donde el espíritu de Corto se encuentra con la lucha por la independencia, con personajes que, a diferencia de él, han elegido un bando y están dispuestos a morir por él. Pero la suya es una guerra en la que el romanticismo y la tragedia se entrelazan, en la que la certeza de la derrota no impide seguir luchando. Corto observa, comprende, ayuda cuando cree necesario, pero siempre con la melancolía de quien sabe que la Historia devora a los soñadores.

El viento sopla sobre los verdes campos irlandeses, y la lluvia golpea las piedras antiguas de un país que carga con siglos de dolor y resistencia. En este escenario de fábulas y leyendas, Corto se cruza con figuras que encarnan la pasión y el sacrificio, con ideales que le recuerdan que, aunque él mismo prefiera no atarse a banderas ni fronteras, hay quienes encuentran sentido en esa entrega absoluta. En Irlanda, los cuentos de hadas y la pólvora conviven, y la poesía de Yeats se mezcla con el sonido de las balas en la noche.

El mar, eterno compañero de Corto, está presente como un recordatorio de lo inabarcable. Representa la única patria que realmente tiene, el refugio donde siempre puede volver cuando la tierra firme se vuelve demasiado estrecha, demasiado llena de promesas rotas. En Las Célticas, como en todas sus historias, el mar es un personaje más: a veces tempestuoso, a veces plácido, pero siempre invitando a seguir adelante, a buscar nuevas costas donde tal vez no haya respuestas, pero sí nuevas preguntas.

El mar no es solo una vía de escape, sino también un símbolo de su esencia errante. A diferencia de quienes luchan por una causa o por un país, Corto pertenece al agua y a su eterna incertidumbre. Como un marinero de otros tiempos, como un Ulises moderno, navega sin prisas y sin rumbo fijo, guiado más por el azar y la intuición que por mapas o brújulas. En sus viajes, encuentra historias y destinos cruzados, como si el océano fuese un gigantesco escenario en el que la Historia y el mito se entrelazan una y otra vez.

Corto Maltés, con su media sonrisa irónica y su aire de hombre que ya ha visto demasiado, es el arquetipo del héroe cansado. No es que haya renunciado a los ideales, sino que ha aprendido a vivir sin certezas absolutas. En un mundo que se desmorona y se reconstruye a cada paso, él elige el camino de la duda, de la independencia, del viento en la cara y la brújula sin norte fijo.

Es un personaje que encarna la nostalgia de lo que nunca fue, de un tiempo perdido que quizás nunca existió más allá de los relatos que contamos. Es un hombre que camina por la frontera entre la realidad y la leyenda, entre la historia y la ficción, sin pertenecer del todo a ninguna de ellas. Su cansancio no es solo físico, sino también espiritual, el peso de haber visto demasiado y de saber que, por mucho que el mundo cambie, las pasiones humanas siguen siendo las mismas: la ambición, la traición, el deseo de libertad y la eterna búsqueda de algo inalcanzable.

Las Célticas es, en definitiva, una carta de amor a esa libertad que no está en las banderas ni en los discursos, sino en la elección de cada uno de ser quien quiere ser, aunque eso implique navegar sin puerto fijo. Y quizás, en el fondo, todos quisiéramos tener un poco de esa brisa marina en nuestras vidas, un poco de ese espíritu de Corto, errante y libre hasta el final.

Las viñetas de Hugo Pratt nos invitan a soñar con un mundo donde el horizonte nunca es el final, donde siempre hay una nueva aventura esperándonos al otro lado del océano. Y en cada página de Las Célticas, sentimos ese anhelo de lo desconocido, de la historia aún por contar, de la libertad que solo aquellos que no pertenecen a ningún sitio pueden conocer realmente. Corto Maltés no es solo un personaje: es un susurro en el viento, una sombra en el puerto al amanecer, un recuerdo de lo que significa ser verdaderamente libre.

Sergio Calle Llorens


martes, 4 de marzo de 2025

¡EL ÚLTIMO ADIÓS|

 



Hay novelas negras, y luego está El largo adiós. No es solo un misterio; es un whisky ahumado servido en vaso helado, con el toque exacto de nostalgia para hacerte olvidar que lo estás bebiendo demasiado rápido. Raymond Chandler, el poeta de los detectives, nos regala en esta obra maestra algo más que una intriga: nos ofrece un viaje al corazón desencantado de Los Ángeles, donde las sombras son largas y los finales nunca son felices… solo inevitables.

Philip Marlowe sigue siendo el caballero errante de una ciudad sin alma, un tipo con más principios que suerte, demasiado listo para su propio bien y con una lengua afilada como una navaja bien aceitada. Pero esta vez, el misterio que se le planta delante no es un simple caso de asesinato o chantaje. No. Es una historia sobre la amistad, la traición y el precio que pagamos por aferrarnos a nuestra integridad en un mundo donde todo se vende.

Los Ángeles de Chandler no es solo un escenario; es un personaje en sí mismo, lleno de piscinas iluminadas por la luna, clubes donde el dinero huele a perfume barato y mansiones donde la decadencia se disfraza de glamour. Su prosa, afilada como un disparo en la noche, convierte cada diálogo en un duelo y cada descripción en una pincelada de cine en blanco y negro.

Leer El largo adiós es como aceptar una copa de un desconocido carismático: puede que te arrepientas, puede que te duela, pero sabes que será una experiencia inolvidable. Porque aquí, la verdad importa menos que la manera en que se cuenta, y Chandler la cuenta con un estilo que nunca deja de sorprender.

En el centro de la historia está, por supuesto, Philip Marlowe, el último caballero andante de Los Ángeles, un hombre que se empeña en jugar limpio en una ciudad donde la ética es solo un chiste que se cuenta en voz baja en los bares. Marlowe es más que un detective: es un hombre solitario, desengañado, pero con un código moral inquebrantable. No es un héroe ni pretende serlo, pero tampoco es un cínico sin remedio. En su mundo, los hombres honestos no viven demasiado, pero alguien tiene que hacer lo correcto, aunque nadie se lo agradezca.

Esta vez, su misión no consiste solo en resolver un crimen o seguir a un sospechoso. Lo que tiene entre manos es algo más enredado, más turbio, más humano. Un amigo en problemas, una historia que no encaja, y un laberinto de mentiras que lo arrastrará por la alta sociedad y los bajos fondos de Los Ángeles. En este caso, la verdad no es un premio al final del camino, sino un callejón sin salida.

Si Marlowe es el alma de la historia, Los Ángeles es su cuerpo. Chandler convierte la ciudad en un personaje más: un monstruo de luces de neón y sombras alargadas, de mansiones donde la riqueza oculta la podredumbre y de bares donde los secretos se sirven con hielo. Aquí, la corrupción no se esconde; se lleva con orgullo.

Chandler describe este mundo con una prosa afilada y mordaz, llena de frases que son como disparos certeros. Sus diálogos son duelos de ingenio, y sus descripciones, pinceladas de un cuadro expresionista donde el lujo y la miseria se entremezclan sin remedio. Nadie ha escrito sobre Los Ángeles como Chandler, porque nadie la ha entendido como él.

Sí, El largo adiós es una novela de detectives, pero también es mucho más. Es una historia sobre la amistad y la traición, sobre cómo el pasado siempre vuelve para ajustar cuentas, sobre la imposibilidad de mantener la inocencia en un mundo donde todo se compra y se vende. Es la despedida de un autor que sabe que la edad dorada del cine negro está llegando a su fin, que los tiempos están cambiando y que los héroes solitarios como Marlowe están condenados a desaparecer.

Este no es solo un libro que se lee; es un libro que se vive. Te arrastra, te envuelve, te golpea con su cinismo y te deja con un regusto amargo y una certeza incómoda: en el fondo, la justicia es solo un espejismo.

Para cuando llegues a la última página, habrás sentido que te han contado un secreto que nadie más conoce. Y, como Marlowe, te quedarás un momento en la barra de ese bar imaginario, con el vaso medio lleno, preguntándote si la vida no es, después de todo, un largo adiós.

No es solo una novela negra. Es la gran novela negra. Hay libros que se leen y se olvidan con la misma facilidad con la que se apaga un cigarrillo en un vaso de whisky. Otras, como El largo adiós, se quedan contigo, pegadas a la piel como el humo rancio de un club nocturno. No es solo una obra maestra del género negro, es una despedida melancólica a un mundo que se desvanece, un poema cínico sobre la amistad, la lealtad y el desencanto.

Raymond Chandler no escribió simplemente novelas de detectives. Sus libros no tratan de resolver un crimen, sino de sumergirse en el alma de una sociedad corrupta y de unos personajes atrapados en su propia decadencia. Y aquí, en El largo adiós, alcanza la cima de su arte, entregándonos la que quizá sea su obra más personal y filosófica.

¡ Si solo pudieras leer un libro del género, que sea este|

Sergio Calle Llorens


domingo, 2 de marzo de 2025

¡A LOS AMIGOS DE LA MEDIA LUNA!

 



Creyó en un mundo sin fronteras,
donde la fe y la razón fueran sinceras.
Soñó con abrazos y unión,
ignorando el filo de la imposición.

Predicó la paz con gran fervor,
negando la historia con su error.
Borró las sombras del pasado,
y así forjó su destino errado.

Brindó con miel, soñó en colores,
mientras ardían libros y flores.
Nunca vio la mano impaciente,
que dictaba su fin inminente.

Si crees en pactos y concordia,
que no te ciegue la memoria.
Las palabras no valen sin hechos,
y a veces los sueños son despechos.

Sergio Calle Llorens