lunes, 30 de marzo de 2015

LA DERROTA


La relación con mi primer hijo estuvo marcada por un extraño suceso; nos vimos por primera vez en un aeropuerto o, mejor sería decir, que yo puse sus ojos en él cuando tenía pocas semanas. Luego vino su inscripción en la embajada española de Copenhague y, miles de historias compartidas en las que siempre he tratado de hacerle partícipe de mis querencias sin trasmitirle mis frustraciones como hombre. Creo que puedo asegurar que se ha convertido en un buen ciudadano que en tres años, espero, esté cursando estudios en Dinamarca, que también es su país.  Así estará bien lejos de este basurero intelectual donde ser imbécil cotiza al alza.
En verdad mi hijo nunca lo ha tenido fácil con un servidor. Y es que soy de esos padres a los que nos encanta inmortalizar esos momentos en los que el niño se cae y llora. Nada de mariconadas fotográficas en las que los rapaces deben estar guapos de collons. Pues no. Además, no le he dejado ganar nunca a ningún tipo de juegos. La cosa siempre terminaba con un progenitor haciendo la v de la victoria y un niño frustrado, pero así es la vida. Ni los ruegos de mis familiares me ablandaban el corazón. Mi justificación siempre había sido la misma; “si quiere ganarme que lo sude”. Dos de esos deportes a los que nos venimos enfrentando han sido el balompié y el baloncesto. En esta última modalidad deportiva lleva enganchado desde niño y juega en un equipo local bastante apañado. Uno de esos clubes de barrio junto al mediterráneo.

Creo que mi hijo no va a tener grandes problemas vitales porque ha sido programado para enfrentarse a la existencia. Hoy es capaz de apañarse perfectamente en varios idiomas lo que, unido a su bilingüismo, le llevan a cachondearse de la pronunciación de su profesora. Por otra parte, lleva enfrentándose con las frustraciones de una forma brutal y cruel, la mía. Dicho de otra manera, el tío está preparado para las curvas que vienen.

Empero, les hablaba de que he humillado a mi hijo en esos deportes sabiendo que un día cambiarían las tornas. Desgraciadamente ese día ha llegado demasiado pronto. Él tiene quince primaveras y hace unas lunas su equipo de basket ganó un partido por un triple suyo. Entonces le dije que si yo hubiera estado en el otro equipo, ese triple no habría entrado. Se hizo un silencio incómodo hasta que movido por un resorte extraño se levantó para ir a buscar la pelota. Y allí fuimos a las pistas para disputar el partido definitivo de nuestras vidas.

El primer uno contra uno fue brutal. Yo estaba fresco y lo acribillé a triples a pesar de su fuerte defensa. El segundo encuentro fue más igualado pero sus fintas y algunos rebotes de más, marcaron la diferencia. Quedaba el último acto. Yo ya estaba muerto, pero no quería dar mi brazo a torcer y con algo de juego sucio y algunas tretas de perro viejo, me fui en el marcador. Entonces comenzó el baile; metió un par de triples y viéndome cansado comenzó a abusar del bote agotando mi agonía. Hacía reversos y yo le atizaba en los brazos. Ni hijo ni hostias. A muerte. Pude robarle dos balones y un tiro de media distancia trajo la paridad al marcador. Quien metía canasta se llevaba la gloria definitiva. A él le brillaban los ojos. Había olido sangre en la persona que tantas veces le hizo morder el polvo. Noches de cabreos, tardes de lloros. Así tomó la pelota en sus manos y tras una finta y un escorzo en el aire metió la bola en la maldita canasta con tiro adicional incluido. Gritó de forma brutal como si hubiera ganado la Copa del Mundo. Me quedé allí tendido en la pista mientras él seguía bramando por su victoria. No había mucho más que decir ni partido que jugar porque él ya había aprendido la lección; seguir entrenando porque nunca sabes si alguien ahí fuera, en algún lugar, está entrenando mucho más duro.  El éxito tiene un precio y nada hay gratis. Alcé la mirada al cielo, caído como estaba, esperando ver ese atardecer anaranjado bellísimo que me endulzara el alma, pero el rostro sonriente de mi hijo se interpuso en mis deseos. Estoy convencido que algún día comprenderá por qué su padre ha sido un verdadero hijo de puta. La gloria le espera y a mí sus chanzas.

Sergio Calle Llorens

2 comentarios:

  1. He soltado varias carcajadas. Enhorabuena. No he sido tan duro pero si que les hemos educado en el esfuerzo para que, independientes, sepan enfrentarse a la vida. Traducido a los usos de hoy; somos anormales.. Piocerredo.

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    1. Ser anormal es, en los tiempos que corren, una gran pauta a seguir. Saludos.

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