jueves, 24 de abril de 2014

EL PARACAIDISTA AMERICANO


Eisenhower se había despedido del jefe de la 101ª División, mayor general Maxwell D. Taylor; que dirigiría a los hombres en la batalla. Taylor se había alejado erguido y con paso firme. No quería que el Comandante supremo supiera que esa tarde se había roto un ligamento de su rodilla derecha jugando al Squash. Podía obligarle a quedarse.

Eisenhower permaneció observando el rodar de los aviones por las pistas y su lento despegue. Uno tras otro se adentraron en la más absoluta oscuridad. Mientras se agrupaban en formación, describieron círculos por encima del campo. Eisenhower, con las manos en los bolsillos, miraba hacia el cielo nocturno. Cuando la enorme formación de aviones rugió por primera vez por encima del campo y enfiló Francia, el corresponsal de la NBC, Red Mueller, miró a Eisenhower. El Comandante supremo tenía los ojos llenos de lágrimas.

Minutos después, en el Canal, los hombres de la flota de invasión oyeron el rugido de los aviones. El ruido se hizo por momentos más fuerte, y oleada tras oleada pasaron por encima de sus cabezas. La formación tardó un buen rato en acabar de pasar. Luego, el zumbido de los motores comenzó a decrecer. En el puente del U.S.S, el Teniente Bartow Farr, los oficiales de guardia y el corresponsal de guerra de la NEA, Tom Wolf tenían la mirada puesta en la oscuridad. Nadie podía decir una palabra. Y mientras pasaba por encima la última formación, una luz ambarina pestañeó la flota. Lentamente señaló en Morse tres puntos y un guión: la V de Victoria.

La luz de la luna inundaba la habitación. La señora Angéle Levrault, de sesenta años, maestra en Ste- Mére- Église, abrió lentamente los ojos. En la pared que estaba frente a su cama parpadeaban silenciosamente luces rojas y blancas. La señora se incorporó y observó con detenimiento. Las titilantes parecían deslizarse lentamente pared abajo. La maestra se puso los zapatos y una bata, se dirigió a la cocina y, por la puerta trasera, salió fuera de casa. En el jardín reinaba la tranquilidad más completa.  Casi parecía de día a causa de los resplandores y de la luz de la luna. Fue entonces cuando oyó un extraño revoloteo por encima de ella. Miró hacia arriba. Flotando en dirección al jardín había un paracaídas con un bulto balanceándose debajo de él. Por un segundo se tapó la luna y en ese momento el soldado Robert M. Murhpy, perteneciente al 505º Regimiento de la 82 División Aerotransportada un explorador, cayó con un golpe seco en el jardín, a veinte metros de distancia. La señora Levrault se quedó petrificada.

El paracaidista de dieciocho años, sacó rápidamente un cuchillo, cortó las ligaduras que le sujetaban a su paracaídas, recogió un gran saco y se puso de pie. Entonces vio a la señora Levrault. Se miraron uno al otro un instante. Mientras la anciana le miraba horrorizada, el soldado se pudo un dedo en los labios, haciendo un gesto de silencio, y desapareció velozmente. Eran las doce y cuarto de la noche del martes 6 de junio. El día D había comenzado.

Al igual que Murphy, todos los paracaidistas lanzados en esa zona intentaron llegar a sus objetivos. Estos paracaidistas de feroz aspecto partieron hasta sus puntos de reunión, avanzando silenciosamente de seto en seto, con sus abultados trajes de salto y sobrecargados con fusiles, minas y paneles fluorescentes. Muchos de ellos murieron por el fuego enemigo, otros, en cambio, perecieron ahogados en las marismas cercanas. Sin embargo, uno de ellos no sólo evitó a la muerte, sino que encontró al amor de su vida tras poner un pie en  territorio francés. Aquel soldado que fue advertido de que en Normandía su único amigo sería Dios, pudo ver la cara de un ángel que luego se convertiría en su esposa para el resto de su vida. Y es que aunque el destino no hace visitas a domicilio, a veces, muy pocas veces, podemos encontrarlo sin que hayamos hecho casi nada por merecerlo. Por eso si usted es uno de esos que ya no cree en la buena suerte o, simplemente se encuentra deprimido, decirle que aunque la desesperación toque en nuestra puerta, lo mejor es abrir y comprobar que no hay nadie. Tengan fe y, sobre todo, esperanza en un futuro mejor.

Finalmente, y en homenaje a todos los caídos en aquellas ya  lejanas batallas, quiero compartir la canción del otoño. Ese poema que sirvió a los aliados para comunicar a la Resistencia francesa que la invasión iba a producirse. Murieron por nuestra libertad. Tengamos nosotros la valentía de seguir luchando por ella. Con fe. Con esperanza.

Les sanglots longs
Des violons
De l'automne
Blessent mon coeur
D'une langueur
Monotone.

Tout suffocant
Et blême, quand
Sonne l'heure,
Je me souviens
Des jours anciens
Et je pleure

Et je m'en vais
Au vent mauvais
Qui m'emporte
Deçà, delà,
Pareil à la
Feuille morte.

Sergio Calle Llorens






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